El cura párroco de Riberas, Pedro Fernández Arango, nos deja testimonio, en respuesta fechada el 8 de diciembre de 1791, al interrogatorio del entonces Juez Noble del concejo de Pravia, José de Salas Navia y Arango, preocupado por la observanza de la ley santa de Dios, veneración y respeto de sus templos y reforma en la relajación de costumbres de nuestros súbditos, de algunos aspectos de la vida cotidiana de los pravianos de finales del siglo XVIII.
Empieza el documento manifestando su escepticismo ante el posible remedio para obiar [sic] tantos males espirituales y temporales como todos experimentamos con harto dolor nuestro en las concurrencias frecuentes de aquellos [los súbditos] a ferias, mercados, romerías, etc. que por tan notorios, a nadie se encubren. Según él, son inútiles los esfuerzos de los párrocos desde el púlpito pues es constante que no hay enmienda en las costumbres en donde no hay temor a los castigos, por lo que propone la elección en cada parroquia de un alcalde de barrio y siendo de mucho vecindario dos; a cada alcalde se le ha de dar un ministro y facultades para prender y remitir a la cárcel a cualquiera que considere merecerlo, esto ha de ser sin detrimento alguno de dicho alcalde aún en caso de no poderse justificar el delito; la elección de dichos oficios se ha de hacer en nombre de conducta, que aunque aldeanos no faltan en las parroquias, y para ello se debe tomar informe de los párrocos y otras personas circunstanciadas y celosas del bien público. Al alcalde elegido se le ha de hacer algún obsequio o darle alguna preeminencia de manera que se haga aprecio del oficio.
Pasa luego a los problemas que generan ferias y mercados, aún reconociéndolos como indispensables, pues con los que acudían con motivo real a vender sus productos había muchos ociosos [que] andan de mercado en mercado, porque muy bien sabe el vecindario que fulano va a Muros, a Pravia, etc. pero el fin principal es [emborracharse] u otro fin pernicioso.
Motivo de escándalo eran también las celebraciones de romerías durante las festividades de los santos, cosa tan intolerable que desdice a todas cristianas personas que concurren, criticando la frivolidad de hombres y mujeres y que se aprovecharan para dirimir pleitos personales que generalmente acababan en palos. De ahí que proponga que no deben permitirse en las romerías bailes ni danzas de hombres ni de mujeres, ya dejaron estas acciones de ser recreativas y honestas por la malicia con que ejecutan por los más o casi todos. También aboga por la prohibición de vender en las romerías avellanas, manzanas, pan ni género de comestibles ni vino como que es la causa más principal de aquellos [altercados], siendo el alcalde de barrio encargado de velar por el cumplimiento de esta norma. No deja de reconocer el párroco que, con estas medidas, se experimentará casi ningún concurso en las festividades que se celebren, pero la labor del párroco celoso y la devoción y ejemplo de muchos (que aún entre tantos malos se conservan buenos) han de ir poco a poco atrayendo aquellos a que vengan al templo a adorar a Dios por Dios y antes de pocos años nos veremos con unas festividades asistidas de cristianos verdaderos.

«Los bebedores de sidra», composición y dibujo de D. G. Melendez, en «La ilustración gallega y asturiana», ed. facsimilar de Silverio Cañada, 1979, p. 103.
Pero donde don Pedro se explaya es con el problema que generan las tabernas: Aunque la concurrencia de muchos a ferias, mercados, romerías, es tan perniciosa como insinúa su S.S. el señor Regente, y experimentamos todos, otro daño intestino mayor y mucho más pernicioso se experimenta en este Principado. ¡La concurrencia a las tabernas! Gastar en un domingo un pobre oficial cuanto sirvió en la semana; vender el aldeano el maíz con que había de sustentar su casa para pagar a la tabernera quedando todos sus hijos expuestos a perecer de necesidad. ¿Qué otra cosa es esto que un hurto apaleado? ¿Cómo aquel hombre hurta a su mujer y a sus hijos lo que de justicia es suyo? ¿Qué infierno no es la casa de este hombre? Allí las maldiciones, las blasfemias, los juramentos, las amenazas, la rabia y desesperación de una mujer que le cupo en suerte tal marido. ¿Qué de pecados no hace este hombre llevando adelante su vicio? El dueño de la [tierra] que cultiva carece de sus rentas, el acreedor de lo que le debe, él infama a cuantos le ocurren, [contomelia] a cuantos se le ponen delante, irrita almas pacíficas, solicita a la que encuentra sin miramiento a estado ni persona. Este vicio infernal es el que da tanto que hacer a los curas en cuya extirpación se adelanta muy poco por más que griten desde los púlpitos y de los altares. Las distracciones en mercados y romerías es de cuando en cuando, pero la frecuencia en las tabernas es cada domingo y aún por la semana. El remedio, ante la imposibilidad de evitar el consumo, es para nuestro párroco, convertir la taberna en un dispensario: a ningún individuo de donde esté la taberna se le de vino ni aguardiente sino trayendo vasijas y con la obligación precisa de beberlo en su casa y si dificultasen en esto así el tabernero como el que lo pide se les castigue con pena pecuniaria o personal.
Para evitar los abusos en las romerías, considera que debería permitirse acudir a ellas, únicamente a aquellos que vivan a una distancia máxima de una jornada y pide la prohibición, sería mejor quitarlos del todo, de los filandones, donde se juntaban mozos y mozas y todo se hace de noche.
Finalmente, estaba el problema de los vagabundos: El común de las gentes está manteniendo una especie de vagabundos, que no sirven sino de carga sin provecho. Vemos familias enteras, marido, mujer e hijos, que no tienen más oficio ni beneficio que andar de lugar en lugar y con las limosnas (…) se mantienen sin trabajo, sin domicilio fijo, viven en un libertinaje por manera que nadie sabe que ley profesan, si cumplen con los mandamientos de Dios y la Iglesia, en treinta y un años que ha que ejerzo el oficio de párroco en los concejos de Cangas, Tineo y Pravia jamás cumplió ninguno de éstos con el precepto anual. Es de creer que muchos de ellos sean amancebados y no casados. Tienen un género de vida como antiguamente los gitanos. Esta tolerancia es a la verdad muy gravosa al paisanaje, quienes muchas veces les da limosna por no oír las necesidades de esta gente sin vergüenza. La solución sería enviarlos al hospicio o dándoles otro destino según advierta la prudencia de S.S. el señor Regente.
Termina el escrito, refiriéndose a su propia parroquia de Riberas, donde no encuentra ninguna falta de modestia, y los pocos casos que encuentra se corrigen con facilidad.