
Dionisio Fierros, «Salida de misa en una aldea de Santiago», 1862.
Hasta hace muy poco, la diferencia entre lo público y lo privado era casi inexistente. Entre las competencias de las autoridades civiles y eclesiásticas, alcaldes, pedáneos y párrocos, se encontraba la vigilancia y seguimiento de altercados y riñas, relaciones entre marido y mujer, amancebamientos y amistades carnales, y especialmente, el fruto de ellas. La correspondencia generada entre dichas autoridades nos permite conocer algunos aspectos de la vida íntima de nuestros antepasados.
De todo ello conservamos abundantes ejemplos, como la denuncia remitida por José Menes, a la sazón alcalde pedáneo de Allence, el 12 agosto de 1851, contra José Fernández, Antonio Rodríguez, Elías Alonso, José Díez y su hermano Bonifacio y otros que saliendo del prado de junto al puente de esta parroquia, a ocasión que levantándose de la siesta el ecónomo de esta, oyó un sinfín de iterios [sic] ofensivos al carácter sacerdotal, abundando en lo problemático del tal José Fernández, tan sumamente travieso que pocos días hace ha cometido, con bastante escándalo, en el pozo que se halla debajo del puente desnudo, habiendo pasado un montón de mujeres de Cudillero y este, sin retirarse, se puso a bailar delante de ellas que las escandalizó, sin otro más que pasaban a un lado y otro del pueblo, pues ese mismo sujeto tiene el pueblo fastidiado robando frutas, sebes dejándolas muchas veces abiertas, a ocasión de volverse cuando le cogen el fragante volverse a los dueños a manera que si no fuera por temor de incurrir en causas criminales lo tendríamos estropiado [sic]. Poco tiempo hace la viuda de Antonio Rodríguez de Allence vino a buscarle una carga de palos de la sebe de meisones [sic] habiendo dejado los frutos de la finca al ventestate; además, el señor cura me advirtió de no querer cumplir con el precepto por ignorancia de no saber la doctrina ni querer de prenderla [sic]. Por nota al margen sabemos también que el castigo recibido por José Fernández fue una amonestación pública. También se denunciaban los malos tratos en el matrimonio, como la de José García, párroco de Villavaler, que, el 24 de mayo de 1846, en nombre de Josefa Díaz denuncia a su marido Juan Arango, porque hoy, ayer, antes de ayer y muchos más días la maltrata a golpes; además de no darle el sustento necesario en razón a sus facultades (AHM, 6/1) o incluso la «mala lengua» de Clara García o el genio bastante díscolo y una lengua capaz de una mordaza de Florentina Álvarez.

Luis Menéndez Pidal, «Cortejando en el molino», s.f.
Pero lo realmente abundante son los expedientes relacionados con la comisión de «actos impuros». El interés de las autoridades se centraba en preservar a la familia de la presencia del niño ilegítimo; de impedir que un hijo significase para sus progenitores una pesada carga, dura de soportar; de evitar a la madre la deshonra de tener un hijo sin padre ni apellido…, pero todo ello en aras de salvaguardar la vida del niño y prevenir un posible infanticidio, según afirma Montserrat González Fernández en La atención socioeducativa a los marginados asturianos: 1900-1936, (Oviedo, Consejería de Cultura, 1998, p. 113).
Peor consideración aún que el nacimiento de hijos ilegítimos tenía el aborto, como deja constancia la denuncia del párroco accidental de Villafría, en oficio del 20 de marzo de 1849 al Alcalde de Pravia contra Juan Álvarez, casado y vecino de Bayas, concejo de Castrillón, y Josefa Martínez, viuda de Alonso de la Fuente, entre otras cosas por carnal amistad, porque él mismo [Juan Álvarez], a voz en grito ha publicado que ya pasaba de un año estaba viviendo mal con ella, él mismo, un día que regañó con ella o aparentó regañar la trató de puta en su casa y en presencia de otras personas y añadió que el feto que había espelido [sic] por las medecinas [sic] que para el efecto tomara, lo sepultara en la cuadra, cosa que horrorizó a todos cuantos lo vieron.
La preocupación por el destino del recién nacido se muestra en numerosos expedientes. Por citar uno, nos detenemos en el auto de declaración, fechado el 9 de enero de 1852, de Manuela Fernández, de Godina, que era moza soltera de veintitrés años, que era cierto que estaba embarazada, como de cuatro meses, sin que tenga por conveniente manifestar el autor de su desgracia; que es huérfana de padre y madre y que vive por sí sola en una casa, siendo esta la primera vez que le ha sucedido tal trabajo. Se le ordena que cuando llegue el tiempo del parto procurase pasar aviso al señor cura párroco para administrar a la criatura el bautismo, no pudiendo desprenderse de ella sin intervención o mandato de la autoridad. Para vigilar el cumplimiento de la orden se nombra un garante, el padre o como en este caso, un pariente de la interesada, Bernardo Rodríguez. Otras veces, sobre todo en casos de reincidencia se ordenaba remitir la prole al Hospicio Nacional, aunque no siempre se cumplía tal cosa, como leemos en un oficio, de 12 de octubre de 1850: Cuando todos nos persuadimos que la Manuela Iglesia recibiría favor en que se facilitase a su hijo adulterino la entrada en el Hospicio, nos hallamos en la peregrina novedad de que se resiste a entregar dicha criatura protestando que ninguna autoridad podrá arrancársela. Quiere pues criarla con el funesto designio, según se divulga, de que la esposa del que se supone ser su padre tenga presente a la vista el objeto de su aflicción. Esto, señor Alcalde, y lo digo con sobrados antecedentes, provocaría trágicos sucesos que usted sabrá prevenir oportunamente, mientras que yo lleno mi deber en comunicárselo con tiempo (AHM, 9/1).
El destino de estos hijos resultado de relaciones ilícitas era el Hospicio Provincial, construido entre 1752 y 1777 y promovido por Isidoro Gil de Jaz. El procedimiento se iniciaba con la denuncia del pedáneo o del párroco ante el alcalde, después se hacía comparecer y se tomaba testimonio a la madre y al padre, si ésta declaraba su identidad, y se hacía un seguimiento del embarazo nombrando a una persona, familiar o vecino honrado, responsable de dar cuenta del nacimiento. Una vez producido éste, en muchos casos se enviaba al recién nacido al hospicio. Eran tantos los casos enviados al establecimiento benéfico asistencial que, en 1840, José Caveda, jefe político de la provincia, dictó una orden para regular el ingreso de niños expósitos y, poco después, su sucesor, José Melchor Prat, añadía que alcaldes y párrocos tuvieran en cuenta que las casas de beneficencia no se instituyeron para fomentar el vicio, sino para compadecer la debilidad. Dúelme [sic] hablar en estos términos pero es un hecho que cada año se aumenta de un modo escandaloso la afluencia de los expósitos y que si no se ataja este mal vendrá día en que habrá de cerrarse el hospicio y demás caja-cunas de Asturias. (Montserrat González Fernández en La atención socioeducativa a los marginados asturianos: 1900-1936, Oviedo, Consejería de Cultura, 1998, p. 123).