La ley del descanso dominical, es decir, la que obligaba a un día de descanso a la semana, se aprobó el 3 de marzo de 1904 y, en general, generó mucha confusión sobre cómo debía de aplicarse. Su importancia radica en que, a partir de este momento, el ocio deja de ser algo exclusivo de las clases más pudientes, abriendo el camino a nuevas formas de entretenimiento de masas y a espectáculos y diversiones antes reservadas a unos pocos. Donde más tardó en calar esta ley, además de los sectores, como la minería, donde su cumplimiento dificultaba la producción de la empresa, fue entre el comercio y la hostelería. Los propietarios de los comercios lograron, justificándose en la costumbre de los mercados dominicales, convertirse en excepción a la ley. En el sector hostelero la batalla fue más dura, aunque los cafés pronto quedaron excluidos de su aplicación. La mayor preocupación la constituían las tabernas, centro de reunión de las clases trabajadoras y verdadero caballo de batalla para los sectores más conservadores de la sociedad. Así lo señala un editorial de El Carbayón, del 7 de septiembre de 1904: